miércoles, 11 de marzo de 2009

La Revolución Peronista

escrito por Norberto Ivancich y Carlos Mundt
Publicado en la Revista Unidos, Año 1, Nº 1, mayo de 1983, reeditado en CUADERNOS ARGENTINA RECIENTE, Nº 2, junio de 2006.

El peronismo es, desde hace casi 40 años, el marco de referencia de la Argentina y de su imagen internacional. Haber querido olvidar esta realidad, o intentar borrarla, condujo a nuestro país al actual estado de desintegración y descomposición. En los 53 años que van de 1930 hasta la fecha, nuestro pueblo participó solamente en 3 elecciones nacionales limpias y sin proscripción. En todas ellas el peronismo representó más de la mitad de la voluntad democrática de nuestro país y, en las tres, Perón fue elegido Presidente de la Nación. Este hecho histórico, tan habitual a todo argentino menor de 60 años, nos ha hecho olvidar que el peronismo no es un componente “natural” del paisaje político de la Argentina, sino la evidencia del fin del proyecto liberal del siglo pasado expresado por la Constitución de 1853, con sus reformas, y por las élites gobernantes de la generación del 80. En pocas palabras, el peronismo es una revolución. Una revolución trascendente.


I. La trascendencia de la revolución peronista

La organización jurídica de 1853-60 correspondió a nuestra inclusión en el mundo dominado por la expansión de la Revolución Industrial y el Imperio Británico. Fue, además, el intento de establecer un equilibrio político entre los dos partidos enfrentados (federal y unitario), pero concediendo a Inglaterra el control de la economía. Ese proyecto general (y quienes lo condujeron) abarca todo el período imperial de Inglaterra, y muere con él.

Esto no significa la existencia de un solo proyecto liberal, pero sí la necesaria aceptación de la hegemonía británica por los sectores políticos, ya sea por adscripción ideológica, falta de claridad ante el problema o debilidad política; es decir, falta de poder.Justamente la “década infame” exacerbó el cuestionamiento al satelismo pro-inglés, al mismo tiempo que demostró la incapacidad de los sectores políticos para comprender y modificar esa situación: el liberalismo “autoritario” optó conscientemente por ser “joya de la Corona” arrastrando inclusive a gran parte del liberalismo democrático (la UCR de Alvear), que terminó convirtiendo el método de la transformación, la democracia, en un fin en sí mismo; es decir, ensayó un formalismo negador de la realidad. Incluso el nacionalismo terminó adorando la modificación del sistema político (la autocracia nacionalista), más que procurar insertarse en las reivindicaciones del pueblo. Solamente FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), originada en la UCR, y los nacionalistas “populistas” se convierten en expresión doctrinaria de un país en crisis. Es en ese contexto que, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, va a surgir un proyecto nacional encarnado en Perón, en momentos en que dos nuevas y exclusivas superpotencias entierran los cuatro siglos del poder mundial en Europa y se reparten el mundo. Cada una de esas potencias representaba el punto de mayor desarrollo de las dos revoluciones trascendentes de Occidente: la Francesa y la Rusa.

No es de extrañar que la revolución que nacía en nuestra tierra fuera igualmente trascendente: era la única respuesta posible a proyectos integrales en plena expansión.Podrá parecer petulante que nuestra revolución sea caracterizada como trascendente en un mismo nivel que las dos famosas revoluciones que abrieron los rumbos políticos de los siglos XIX y XX. Tan petulante como asignarles ese calificativo a la Francia aislada en medio de una Europa monárquica en 1790, o a los bolcheviques que negociaban la paz a cualquier precio en 1917.

II. La vigencia del peronismo

Es por eso que no puede encararse un futuro serio de la Argentina obviando la historia del peronismo, ya que, a favor o en contra, toda la Nación gira en torno a él desde hace 40 años. Pensar que la muerte de Perón ha dado fin al peronismo, y lo que él sigue representando, es caer en un nuevo abordaje de la realidad desde la fantasía, y reducir a los términos de la vida de un hombre la historia de un Pueblo.La vigencia del peronismo está dada por la transformación que operó en la sociedad argentina y no por los resultados electorales, que fueron consecuencia de esa voluntad transformadora.No hay que buscar en Perón, hoy desaparecido, el motor del Movimiento, sino en el Pueblo que él interpretó y elevó al rango de Doctrina. La creencia en un “Perón-mito”, en un “hábil bonapartista”, en un “cultor de su propia personalidad” son componentes de un pensamiento que corresponde a 25 años atrás, cuando las antinomias excluían toda verdad en el adversario, en un bando y otro.Persistir en ese pensamiento unilateral impide tomar conciencia del hecho histórico fundamental: en la Argentina está en curso una revolución y el peronismo, no por obvio, puede ser obviado.

III. El peronismo como revolución

Todo proceso de transformación de una sociedad que involucre un cambio de sus estructuras para crear condiciones de mayor justicia social, es revolucionario. Por eso el peronismo es una revolución. Esa transformación fue operada por el peronismo en los niveles político, social, cultural y económico de la Nación. Quizás ninguna más evidente y conflictiva que la emergencia de una nueva clase social: los trabajadores, con el lógico reacomodamiento que obligó a los sectores sociales que conformaban el “país decente”, aquél que no llegaba a entender quiénes eran y de dónde salían los protagonistas del 17 de octubre. El “soberano” al que había que educar para que supiera participar, el “proletariado”, que debía tomar conciencia de clase para hacer la revolución, irrumpía no sólo en las calles, sino en todos los lugares de la sociedad argentina y ponía en crisis todos los principios sobre los que dormía un país sin capacidad de cambio. No en vano sus detractores usaron la palabra “aluvión” para fotografiar la realidad de esa época. Una democracia de masas, directa, la ocupación de un espacio político, las organizaciones sindicales, los derechos cívicos de la mujer, los cambios políticos y jurídicos, convalidados siempre por mayoría absoluta, dieron a esta Nueva Argentina un claro cariz de ruptura y de choque con el “país eterno” de las concepciones liberales.

La transformación económica expresada en el rol activo y planificador del Estado, y en la creciente participación de los trabajadores en la distribución de la riqueza, cerraba el ciclo de un liberalismo ya inexistente desde la crisis mundial del año 30.La cultura, entendida global y materialmente (como acceso concreto a las cosas) y no reducida a la simple alfabetización, sufrió un profundo cambio dirigido a crear una conciencia nacional y social que acompañara al proyecto de hacer una gran nación. El peronismo, o sea las masas peronistas, aparecía en todos los aspectos de la vida del país. Sus opositores no podían menos que verlo como totalitarismo, desde el momento en que les resultaba omnipresente, y como un personalismo, ya que Perón sintetizaba todas las nuevas formas de expresión política. Para muchos, la idea estática que asocia revolución y muerte, les impidió visualizar el hecho de fondo que era una revolución en marcha desde el poder de las masas, del Estado y del gobierno sin derramamiento de sangre. Toda revolución es nacional y popular. La realiza un Pueblo que constituye una Nación. En ella no hay antinomia entre sus objetivos nacionales y sociales. No hay Patria sin Pueblo, ni Pueblo sin Patria. Inútil buscar las revoluciones burguesa y socialista, son la Revolución Francesa y la Revolución Rusa. De la misma manera, sólo se puede ser partícipe y asumir una revolución en la vida: la que realiza el Pueblo al que uno pertenece. Por eso, las revoluciones ni se exportan, ni se importan. El peronismo no es el modelo para Cuba, ni el castrismo para la Argentina. Un pueblo que tiene que importar su revolución, no se la merece.

IV. La violencia de una revolución

Ninguna revolución deja de tener su cuota de violencia, su grado de traumatismo. Desde el momento que significa un cambio de estructuras para alcanzar una mayor justicia, no puede dejar de herir privilegios causantes de la injusticia, y descolocar situaciones estabilizadas hasta entonces. Por lo que se poseyó injustamente, o por lo que se participó en esas estructuras de privilegio y privación, no se puede evitar el sentimiento de pérdida. Los nuevos “propietarios” del poder y la riqueza no dejan de ser vistos como usurpadores. Y ese proceso de pérdida, reacomodamiento y cambio, significa dolor, inseguridad, rechazo y rencor. No es esperable, al comienzo, otra actitud. Si no fuera así, esos mismos sectores privados de algún privilegio lo habrían repartido por propia decisión. Pero ese es un razonamiento poco común en la historia del continuo forcejeo del hombre por su dignidad.

En general, ese ascenso de masas ocurre desde una situación de extremo antagonismo con su secuela de luchas cruentas y de violencia generalizada. Las condiciones de miseria, despojo y opresión de casi todos los pueblos que han protagonizado su revolución, han dejado poco margen para las vías pacíficas; máxime cuando “las clases conservadoras parecían haber perdido el instinto de conservación”. De allí que la imagen corriente de revolución no pueda escindirse de la sangre que corre en el cambio de poder. Los millones de muertos acumulados en Francia, Rusia, México, China, Vietnam, Cuba, Nicaragua, Irán, Argelia, parecen establecer una regla de hierro. El peronismo, iniciado desde el poder del Estado, aparece como una excepción con su revolución incruenta. Además, la idiosincrasia y situación de nuestro pueblo eran diferentes a las de esos casos nombrados. Pero, como toda revolución, ejerció el grado de fuerza necesario para imponerse en medio de una sociedad a la que se propuso transformar y no aniquilar. Y esa “violencia” se expresó en su labor de adoctrinamiento, para hacerse irreversible.

Que en ese proceso hubo excesos, más que evidente, es lógico. Pero fueron excesos en situaciones impuestas y no en vidas tronchadas. Y es un principio de elemental honestidad reconocer los excesos anteriores, cometidos en masa contra los trabajadores, sin contar las aberraciones y crímenes desde el 55 hasta la desorganización actual de la Nación. Esa etapa del peronismo puede ser ejemplificada por las propias palabras de Perón: “siempre resulta difícil establecer el orden entre las tropas que se apoderan de una ciudad largamente asediada” (Comunidad Organizada, Cap. II).

V. La etapa doctrinaria de la revolución

Es posible que uno de los aspectos más conflictivos para el pensamiento de la clase media sea la forma en que el peronismo adoctrinó a su base social durante el período 1946-55. De allí surge la más severa crítica y el cuestionamiento de fondo a la obra transformadora del peronismo. La demagogia, como único medio de perpetuarse en el poder, repartiendo beneficios y regalando bienes, fue aceptada en masa por el antiperonismo como la explicación absoluta del favor del Pueblo hacia Perón.

Todo lo que el peronismo hizo en una década fue filtrado a través de esa idea-fuerza del pensamiento liberal, y de ella surgió la creencia de que se lo podría erradicar privándolo de las fuentes distributivas del aparato estatal cuando ya no hubiera más qué repartir. Muchos de los que de buena fe apoyaron el levantamiento del 55 lo hicieron convencidos de que era así. Ya en 1958, en 1962, en 1965, ese sueño se diluía con el fracaso político de la Libertadora en su objetivo de “desperonizar” al país. Perón adoctrinó en base a su apotegma “mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”; es decir, adoctrinó por vía de la acción y no sólo de las ideas. En consecuencia, ese Pueblo le respondió con su apotegma, “Perón cumple”.

Predicó la justicia social que ponía en práctica, repartió el poder -antes minoritario-, elevó a los más hundidos en la escala social, dio bienes a los desposeídos, distribuyó más riqueza a los que aportaban el trabajo que la crea, dio trabajo a los desocupados, incorporó a los marginados, igualó a los inferiorizados, abrió las puertas de la cultura, la función pública y el ascenso social a los siempre condenados al trabajo como herramienta de supervivencia. Por primera vez, alguien los reconocía protagonistas de la vida nacional y se dirigía a ellos con respeto. No es extraño que aquellos que gozaban de los privilegios de la vieja sociedad injusta atacaran a quien los “rebajaba” al igualarlos con los de abajo. Tampoco es extraño que, quienes por su ubicación socio-económica y cultural poseían los bienes para acceder “per se” a la vivienda, la salud, la educación y el bienestar general, atacaran al que los distribuía entre los que no tenían, ni habrían de tener jamás, acceso a ellos en aquella sociedad clasista y necesariamente contradictoria.

Quienes tenían la vivienda como algo tan habitual de sus vidas que no imaginaban la posibilidad de no poseerla, olvidaban que la justicia social pasa por dar techo y no por “concientizar” acerca de la necesidad de tenerlo. Sólo los que pasaron Navidades amargas de miseria y privación de lo elemental entendieron la grandeza espiritual de quien, con la sidra y el pan dulce, revelaba una profunda comprensión de la dignidad humana y no de métodos electorales. Que en todas estas obras hubo quienes actuaron con oportunismo y obsecuencia es indiscutible. Pero, si hacer justicia a diez que la merecen favorece a uno que no, el Justicialismo cree que vale más dejar en libertad a diez criminales que condenar a muerte a un inocente, porque para nosotros cada persona es un fin en sí misma.

Pero, donde más se ensañó el odio a la nueva y traumática sociedad fue en la figura y la obra de Eva Perón. Nada fue tan amado y tan odiado como la Fundación. Ella sintetizaba en sí misma la emergencia de los nuevos estamentos sociales, el desenmascaramiento de las condiciones de los más humildes, la nueva condición de la mujer, el arrancar a la pobreza como objeto de beneficencia y la incorporación de la sensibilidad y el afecto a la gestión de Estado; en una forma de organización inconcebible para la mentalidad liberal, y por ello, absolutamente revolucionaria.

Una revolución se hace para implantar la justicia entre los hombres, en la medida de las posibilidades de la época. Esa justicia se establece para que todos tengan iguales posibilidades y se les respeten iguales derechos. En síntesis, para vivir mejor y crear juntos una comunidad más humana: ésa es la Patria grande y el Pueblo feliz del Justicialismo.“El peronismo dio cosas a la gente, y por eso, la gente se hizo peronista”. Si lo habremos escuchado... La primera actitud suele ser vergonzante: negar, justificar. Es cierto, es la más grande verdad sobre la acción peronista. Y lo seguirá siendo.

El peronismo no se asentó en nuestra Patria para dar explicaciones racionales a los satisfechos, sino para atender, antes que nada, las necesidades básicas de los necesitados. Así, al reconocerlos en lo más hondo de su condición humana, los hizo participar de los bienes de una civilización que ellos creaban. Los liberó de la esclavitud de sus privaciones, y les reconoció el derecho a ser felices, por ser humanos. Por eso, los dignificó y su adoctrinamiento no fue más que ése: los hizo artífices de su propio destino. Cuando un ser humano llega a esa situación, ya está en posesión de los medios que le permiten ser una persona y no un animal de trabajo. La persistente lealtad de esos trabajadores desde el llano, a la par que el antiperonismo se hacía cada vez más minoritario y sin otra propuesta que “no ser”, fue creando las condiciones para el adoctrinamiento del otro gran sector social de nuestro Pueblo: la clase media. También ella se adoctrinó en los hechos y no en las palabras, en la evidencia de no tener futuro en un país que, sometido a un proyecto que trataba de obviar la realidad, no se realizaba y trababa la realización de todos. Entre la sociedad que caducó en 1943 y la que nació en 1945, por fin, nuestro Pueblo elegía, no ya mayoritariamente sino abrumadoramente, el futuro. Estaban creadas las condiciones para que Perón, con un proyecto para toda la Nación, condujera a la toma del poder.